En la sociedad actual, vivimos pendientes de las etiquetas. Quizás siempre hemos vivido así, en el siglo XVIII ya se inventaron la taxonomía para colgar etiquetas a los seres vivos y tenerlos clasificados. Yo, que trabajo con bases de datos y me paso el horario laboral asignando valores a los campos de unos registros, estoy especialmente contaminad por esa visión del mundo. Así que, cuando empiezo a leer un libro, lo primero que hago instintivamente es clasificarlo.
En las primeras líneas de El año en que nació el demonio, el protagonista se nos presenta como alguacil de la inquisición que informa sobre la vida de Santa Rosa de Lima(#histórica). Bien pronto aparece un cadáver con signos evidentes de violencia. El alguacil debe buscar al culpable (#negra). A pesar de su pomposo título, Alguacil del Tribunal del Santo Oficio, el protagonista no es más que un pobre hombre pobre que llegó hasta ese puesto buscando una manera no demasiado fatigosa de llevarse un plato de comida a la boca. A lo largo de la novela, irá cambiando de actividad, no me atrevo a llamarlo oficio, con el mismo modesto objetivo y con el mismo magro éxito (#picaresca).
Las etiquetas son útiles para hacerte una idea previa de qué va la novela, pero no sirven de nada para saber cómo es el libro. Santa Rosa de Lima es un personaje secundario algo más importante que los demás. El enigma que de verdad tiene obsesionado a Alonso Morales no tiene nada que ver con el asesinato. El pícaro acaba tomando más decisiones guiado por el amor que por el hambre.
Como hizo con Félix Chacaltana, Santiago Roncagliolo vuelve a utilizar a un personaje no muy espabilado para explicarnos muy bien una historia, independientemente del género. Que al final es lo que importa, ¿no?
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