Una novela que me ha resultado, a la vez, muy cercana y muy lejana.
Cercana porque la historia transcurre cerca de casa, en la montaña de Montserrat. Esa montaña es simbólica para toda Cataluña, pero más para mi ciudad, Manresa. Los manresanos la vemos cada día, la hemos visitado muchas veces. Nos envió la Misteriosa Llum que nos libró de la sequía.
Cercana porque el protagonista tiene, más o menos, la edad de mi padre. Y me recuerda preguntas que se me quedaron sin respuesta. Por ejemplo, ¿cómo se vive la entrada en la adolescencia en un país en guerra? Ese momento en que todos tenemos prisa para hacernos mayores. Para aquellos niños, hacerse mayor suponía que te enviasen al frente.
Lejana porque el autor, en su afán de mostrar Montserrat como un símbolo de unión, intenta hacer un retrato equilibrado que resulta más bien un ejercicio de equilibrismo. Los milicianos quemaconventos son razonables, los clericales que ganaron la guerra no son vengativos. Por si acaso, para no quebrantar la germanor entre catalanes, el militar republicano que ordena volar la abadía da la orden en castellano. El único monje que se confabula con los fascistas es el monje navarro.
Una vez hechas estas salvedades, la novela nos recuerda la necesidad del ser humano de enamorarse incluso en las situaciones más dramáticas
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