viernes, 11 de septiembre de 2020

117

 A finales de 2022, parecía que la pandemia estaba a punto de controlarse. Pero, regularmente, reaparecían pequeños brotes para los que los científicos no encontraban explicación. Muchos de nosotros empezábamos a sospechar la verdad. El 16 de febrero de 2023 lo publicaron: habían encontrado la explicación. Algunos individuos, por alguna extraña simbiosis, eran incapaces de eliminar el virus de su organismo sin desarrollar síntomas. Estaban siempre infectados. Yo era, mejor dicho, yo soy, yo sigo siendo uno de esos "contagiadores eternos" como nos bautizaron los medios sensacionalistas.

Cuando la doctora y la policía me informaron de que me tenía que aislar individualmente, me pareció normal. Llevábamos dos años con confinamientos intermitentes y pensé que era uno más. Me conectaba frecuentemente a internet buscando noticias. La vacuna se generalizaba, los tratamientos de los síntomas eran más eficaces... pero no aparecía ningún avance científico sobre los contagiadores eternos. Google sólo devolvía noticias de grupos de manifestantes que exigían medidas más contundentes contra nosotros: aislamiento total, esterilización... en algún momento alguien pediría nuestro exterminio.

En otoño de 2023 vinieron a buscarme a casa para trasladarme a una unidad de confinamiento. Un apartamento pequeño, muy confortable, con terraza, algunas máquinas de gimnasio, conexión de altísima velocidad, televisión de muchas pulgadas, acceso a Netflix, La Liga, Spotify... Pero sólo se abría y cerraba desde fuera. Los que exigían más control sobre los contagiadores eternos cada vez eran más y hacían más ruido. Los que protestaban por nuestra pérdida de derechos pronto encontraron una causa más popular y con más damnificados.

La psicóloga con la que hablaba por videoconferencia una vez a la semana me animaba a aprovechar las nuevas tecnologías para seguir una vida lo más normal y conectada con el exterior posible. También me sugirió ponerme en contacto con otras personas en mi misma situación e intercambiar impresiones. Un día, en una videoconferencia entre diez o doce afectados, una chica de Córdoba, en Argentina, empezó a expresar muy vehementemente lo que todos sentíamos. Estábamos encarcelados injustamente, teníamos que rebelarnos. Empezó a hablar de planes de fuga. No volvió a conectarse. Dos días después, leímos que en Argentina se había suicidado un contagiador eterno. Una semana después, Google dejó de darme noticias sobre enfermedades, Netflix dejó de ofrecerme documentales, desaparecieron los podcast de Spotify, en las narraciones de los partidos de fútbol el sonido se cortaba durante algunos segundos, no pude volver a conectarme con mis compañeros.

Desde entonces, estoy totalmente aislado del mundo. No sé que habrá sido de los demás. Entonces éramos 117.


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