Los malditos prejuicios. Esta novela me habría gustado más sin mis malditos prejuicios. Leemos ficción y asumimos que lo que estamos leyendo no sucedió en realidad. Sin embargo, estamos acostumbrados a que el marco en el que transcurre la historia sí sea cierto. Y, cuando no lo es, encasillamos la novela en un género: "fantástica", si no rigen las leyes de la ciencia; "ciencia ficción", si todavía no ha llegado el momento que viven los protagonistas, "ucronía", si el autor decide modificar un hecho relevante de la historia. Hasta dedicamos un elogio al autor si el escenario se parece mucho a la realidad, "está muy bien documentado".
"El año que desapareció la arena" está ambientado en la Barcelona preolímpica. Aquella Barcelona que prometió, y en buena medida consiguió, dejar atrás los últimos ramalazos del subdesarrollo franquista. La que se convirtió en un atractivo turístico que hoy se ha salido de madre. En aquella Barcelona, casi todos esperábamos salir ganando, pero un pequeño colectivo tenía miedo a perder su medio de sustento: los dueños de los chiringuitos de la Barceloneta. De eso va la novela, de aquellos hosteleros a los que la gloria olímpica les demolería sus pequeños restaurantes.
El pequeño detalle que me ha molestado a lo largo de todas las páginas es que la hija del protagonista juega a waterpolo, milita en el equipo del barrio, es internacional y juega con la selección una final (no queda claro si europea o mundial). Su ilusión es disputar un año después los Juegos Olímpicos. Pues bien, el Atlètic Barceloneta no tuvo equipo femenino hasta 2017, la selección española femenina no participó en un europeo hasta 1993, en un mundial hasta 1998, no asomó por los podios hasta 2008 y no hubo competición femenina en los juegos olímpicos hasta la edición de 2000 en Sidney. Estas chorradas me distraían de la ficción hasta que llegué al final y el inesperado desenlace me recordó que estaba leyendo el fruto de la imaginación del autor.